Quizás no debería haberle tocado, pues fue como si una descarga de
calor se transmitiera entre ellos. Se observaron en la oscura noche. El
murmullo del mar era como una nana, que arrullaba sus sentidos, ya adormecidos
por el alcohol. El aroma del salitre se fusionaba con el perfume dulzón de las
flores de los cercanos parterres, que discurrían bordeando el sendero blanco
que comunicaba el complejo con el edificio principal.
Sus ojos se cruzaron un segundo, apenas un instante, el tiempo justo
que dura el latido de un corazón, o lo que tarda un suspiro en escapar de la
presa de unos labios que se entreabren, hambrientos. Luego llegó la vorágine,
los dedos que se entrelazaban con anhelos, los lamentos quedos, preñados de
lascivia. El tacto embriagador de la lengua húmeda, tórrida y decidida de
Julian abriéndose camino en la boca predispuesta de su pareja. Se devoraron con
verdadera pasión, de una manera que para Andrew era desconocida y de una forma
extraña, normal, pues aquellos labios eran los de Julian, y con él debía ser
así. En toda su existencia, sólo en una ocasión, se había entregado a otra
persona, a la misma, con ese desproporcionado delirio
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